No último dia 12 comemoramos o Dia do Bibliotecário.
Compartilho aqui no Blog um texto interessante sobre o trabalho do profissional bibliotecário.
Vale a pena ler.
#eufizbiblioteconomiasim
A Jone Lajos
En un época de austeridad
preguntarse para qué sirve un bibliotecario tiene
inevitablemente aires de amenaza. El mero hecho de plantear esa
pregunta parece el preámbulo de algún recorte. Pienso, por el contrario,
que la mejor defensa que puede hacerse del propio oficio, cuando la aceleración
de las cosas amenaza con volverle a uno completamente inútil,
consiste en descubrir qué puede hacerlo necesario en las nuevas circunstancias.
Por lo demás, tratándose de un oficio tan
antiguo, no tiene nada de extraño que quienes trabajan como bibliotecarios y
bibliotecarias se vean asediados por una perplejidad paralela a las
transformaciones que han ido experimentando las propias bibliotecas: han sido
sacerdotes, soldados, funcionarios, almacenistas, virtuosos de las nuevas
tecnologías... Los bibliotecarios han tenido que ir reinventado su
oficio en múltiples ocasiones. El creador de la biblioteconomía como ciencia moderna en el
siglo XIX fue un trabajador reconvertido, Martin Schrettinger, un ex monje
benedictino que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek (una
biblioteca en las que, por cierto, tantas horas pasé siendo estudiante). El
problema al que tuvo que enfrentarse era algo más serio que un cambio de
hábitos y destino personal; se trataba de que el tamaño de las bibliotecas las
estaba convirtiendo en algo inútil. A él se debe la invención del catálogo, la idea de que un libro debía poderse
encontrar en el menor tiempo posible lo que, en última instancia, posibilitaba
la transformación de un museo en una verdadera biblioteca.
Hace unos años Anne-Marie Chaintreau y
Renée Lemaître estudiaron el modo como las bibliotecas y sus profesionales eran
reflejados en la literatura y el cine modernos. Un repertorio estable de
palabras, imágenes, juicios, comparaciones parece surgir automáticamente en
cuanto se muestra una biblioteca o se pone en escena un bibliotecario, ciertos
rasgos elementales que funcionan como signos de identificación y reconocimiento.
Los novelistas tienen una cierta tendencia
a exagerar los defectos más que las cualidades en figuras como los médicos, los
juristas, los curas o los funcionarios. Los bibliotecarios no son una
excepción. Pues bien, la mayor parte de los relatos agudizan el estereotipo que
hace de las bibliotecas lugares aburridos y a sus empleados personajes secundarios, con
moño o calva (según el sexo), casi siempre con gafas, solitarios y de simpatía
más bien escasa. Los hay expertos en clasificación que se transforman en
obsesos del orden, catalogadores que se hacen maníacos de la ficha, otros cuya
memoria prodigiosa les hace parecer locos cuando recitan de memoria lugares
complejos, hay quien es acusado de no hacer nada útil porque se limita a
leer... El justo medio no ha sido nunca ni pintoresco ni novelable y a las
exageraciones se les saca un mayor partido narrativo.
Los relatos que tienen lugar en las
bibliotecas han experimentado una cierta evolución: en muchos de ellos las
bibliotecas dejan de ser lugares oscuros y cerrados, destinados únicamente a la
meditación, y se convierten en lugares propicios a la aventura y la intriga. El
amor y el crimen penetran en las salas de lectura y perturban la atmósfera
rancia de la erudición; de lugares que remiten al pasado pasan a ser puntos de
partida de sueños extraordinarios y futuristas; los bibliotecarios timoratos y
pusilánimes terminan convirtiéndose en detectives... Pero no deberíamos
dejarnos engañar, porque si el cine los ha convertido en escenarios de
trepidantes acciones es porque habitualmente no lo son y están destinados a
todo lo contrario, a fomentar tan sólo la aventura de la reflexión, que a la
mayor parte de la humanidad le dice más bien poco. El fenómeno literario de
hacerlas lugares emocionantes no hace otra cosa que subrayar su carácter
habitualmente aburrido, como espacio donde no se crea sino que se recoge la
creación de otros, donde no pasa nada ni se decide nada importante.
Pero el rasgo que más destacaría del
actual oficio bibliotecario es que sean capaces de sobrevivir en medio de una
concentración tan grande de estímulos que invitan a leer. Si cedieran a la
tentación de leer, no harían lo que deben hacer. Los usuarios de bibliotecas
miramos a los bibliotecarios como los golosos a los pasteleros, preguntándonos
cómo estos últimos pueden mantener esa indiferencia respecto de los dulces para
no sucumbir ante ellos. Si no les corresponde leer, menos aún están obligados a
opinar sobre la verdad o el error que los libros puedan contener. Anatole
France, que fue un gran escritor y un gran bibliotecario, consideraba que el
bibliotecario sólo puede mantenerse cuerdo entre tantos libros que se
contradicen si no piensa, si es capaz de "vivre catalogalement”.
Esa indiferencia no ha sido siempre bien
entendida y a veces puede ser vista como si en el fondo de la profesión
bibliotecaria hubiera una cierta hostilidad, hacia los libros y hacia los
lectores. Probablemente este sea el origen del tópico que considera al
bibliotecario como un ser maniático que crea voluntariamente sistemas complejos
para hacer inaccesibles los volúmenes o para acreditar su poder sobre los
lectores y sobre los libros.
Cuando yo era estudiante circulaba entre
nosotros el reproche de que las bibliotecarias y los bibliotecarios
estaban ahí para dificultar el acceso a los libros y por eso resultaban casi
siempre personas gruñonas. En aquella maledicencia había un punto de
verdad. Que facilitaban el acceso era una evidencia, pero que nos lo impidieran
ocasionalmente parecía una rareza o un abuso de autoridad. Con el paso del
tiempo he ido comprendiendo que interponer esas dificultades para hacerse con
un libro formaba parte de la nobleza de su oficio; dificultaban el robo, las
pérdidas, el préstamo ilimitado o el maltrato de los libros, pero su escasa
generosidad también podía entenderse como una estrategia para protegernos del
exceso de libros.
Hay una contradicción en el oficio
bibliotecario, un equilibrio inestable que siempre me ha parecido digno de
admiración: conseguir que los libros sean asequibles y protegerlos del daño que
pueden causarles sus lectores. Pero hay otra aparente contradición que todavía
resulta más extraña, seducidos como estamos por la posibilidad de que el mundo
se organice sin mediaciones: están al servicio de la accesibilidad,
pero para hacerla real tienen que reducir su alcance. Cuando un
bibliotecario o una bibliotecaria alejan o esconden ciertos libros para que
otros nos resulten más accesibles, cuando seleccionan, destacan o recomiendan,
formalmente están haciendo algo muy parecido a lo que pretendieron los enemigos
de los libros, pero así consiguen lo contrario que aquellos fanáticos: protegen
el libro de los saquedores y nos protegen a nosotros de su excesiva cantidad.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/23/babelia/1445594014_418825.html